27.4.09

Diario de sitio

He tenido que posponer reuniones y hasta un viaje fuera de la ciudad. Parece que estamos a punto de entrar en estado de emergencia.

Recibo llamadas y correos y mensajes preguntando mi estado de salud y las medidas que he de tomar. No había pensado que pudiera ser tan grave. Una Médico llega a la oficina con una mascarilla 3m muy sofisticada. Habla de muertos, enfermos y repite con cuidado las palabras: ‘emergencia’, ‘grave’, ‘peligro’. Muchas veces. Todos nos miramos desconcertados. Hay quien, incluso, comienza a disparar preguntas absurdas; otros tocan su frente. Comienza el desorden.

Regreso a mi oficina mientras otros han decidido irse a casa. Alguien viene y me pregunta si no estoy preocupado. No lo sé, admito.

La familia llama, alarmada, pidiendo que salga de inmediato de la ciudad. Para ello tendría que subir al metro, ir al departamento, regresar en el mismo y tomar un autobús lleno. La ecuación no funciona. El tiempo de exposición sería mayor que simplemente irme a casa y poner el cerrojo. Y el cerrojo no sirve. Y nos sitiamos.

Las salidas del departamento están calculadas: Viernes: cigarros e ingredientes para la cena. Sábado: Súper, mascarillas y medicamentos de previsión. Todos los días: tres salidas a que capicúa orine y cague. Así.

Capicúa estornuda desde hace varios días. Dicen que los perros se esconden cuando están enfermos. Ella lleva una semana metiéndose en un rincón del closet.

En la calle hoy poca gente y, más o menos, la mitad lleva puesta todo el tiempo sus mascarillas (azules y blancas). Hay desabasto en las farmacias. Conseguimos algunas en una ferretería. Son blancas, de pintor y de minero, me dice el tipo que atiende el lugar. Compro tres.

EL veterinario piensa que son pólipos o alguna clase de alergia. Le receta antibiótico y antiestamínico. C no termina de aliviar sus dudas.

La mascarilla genera un volumen parecido al del pico de un pájaro de obra teatral. Un filo de aluminio hace presión en mi tabique. La mascarilla, si sigue en mi rostro, terminará por dejarme chato. Mi imagen da risa. Las demás mascarillas en el súper son azules.

El sitio en el departamento está provisto de un eficiente monitoreo de radio, televisión e internet. Twitter ha sido hasta ahora la herramienta más eficiente y rápida. El desconcierto inunda los diarios en todo el mundo. NY, Madrid, Paris. Todos con probables casos de influenza. México anuncia decenas de muertos. Sólo 20 han sido confirmados como influenza porcina.

Lo peor de estar sitiado es el hastío. Es sábado por la noche y comienza a llover. ¿Cuán vacía quedará la ciudad en unos minutos?

Han decretado una especie de Estado de Excepción ¿será para tanto?

Twitter de un periódico: oficiaran misas por radio. Qué estupidez, pienso.

Capicúa arde en fiebre, o al menos eso me parece. C unta alcohol en su barriga. Ha sido una larga noche.

Los domingos suelo levantarme muy tarde pero el desayuno me levanta. Suenan ‘los tres’. De no ser por el estado de sitio, me gustaría que así fueran todos los domingos. Una TV en el edificio transmite algún partido de futbol. El eco del estadio vacio me conforta: odio el futbol.

Hastío. Mucho hastío. Me gustaría saber cómo fue el fin de semana en el metro. Vaya estado de sitio. Y la semana que le queda.


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21.4.09

Domingos


No no suelo detestar los domingos. Al contrario: es el único día en que uedo holgazanear por completo. Sin embargo, algunos pueden llegar a ser tan insoportables, que te marcan el resto de la semana. El domingo pasado atravesé tacubaya en metrobus; el gris omnipresente de los edificios contrastados con un bullicio a la fuerza. La gente caminando, comprando, vendiendo, saliendo y entrando al metro o al pesero. Todos con rostro de pesar. Era domingo y pocos domingos, ahora pienso, son tan tristes como un domingo en tacubaya. Como si todo se tratara de una vieja polaroid.




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