Anteayer vimos a James. Y, C y yo llegamos con un par de horas de anticipación para poder comer. Dimos vueltas a los puestos y de la sorpresa a la risa: en mucho tiempo no veía copias tan fieles de la mercancía oficial de una banda. Pocos puestos si pensamos que para un concierto de Emmanuel, Luis Miguel et al, prácticamente el tramo de Reforma que ocupa el auditorio se abarrota de mercancía. Pero también la risa: una taza de ‘James’ con la foto del frontman de metallica. Y sí: James… Hetfield.
Iniciar su setlist con uno de sus más grandes tracks parecía vaticinar un: esto es un concierto para fans; los que vengan por estos temas se pueden largar. Sentí pena por el sujeto que tras la pregunta de una de las vendedoras acerca de qué tocaba James, respondía: new age. Sentí pena por Y, por K. Sentí pena por mí.
Y no. En todo caso fue la vara con la que decidieron medir el resto del concierto: Say something. Qué vara. Así que, incombustibles, no dejaron de rebasarla. Durante más de dos horas. Y se despedían.
Y volvían, una y otra y otra vez. Incombustibles. Con una cara de, quiero creer, azoro. Algo así como un: “no mames, pinches mexicanos, qué bárbaros”. Una y otra y otra vez. Sonriendo. Aplaudiendo. De ida y vuelta.
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