Una antigua parábola hablaba sobre la lección que un maharishi le daba a un cazador tras colocarlo en una encrucijada moral: puede que uno no sea capaz de describir todo lo que vea, y hay cosas que uno puede describir que puede no haber visto en verdad. Este cazador es la excepción: es capaz de describir todo lo que ha visto. Cada detalle. Y nada más. El cazador y su memoria se encuentran muy lejos de su objetivo. Por más tiempo que permanezcan en la espera lograrán saciar su hambre. Aun si actuaran: la carne se pudriría mucho antes de probarla.
Lo que el cazador desea con más fuerza es poder liberar a su memoria del yugo. Del síncope que le es suministrado cada seis meses. De las jaquecas que le produce tener que recordar sin que nada suceda.
Odia su memoria en toda una variedad de matices. La rabia, por ejemplo, la conjuga en todo lo referente al sexo. Lo envuelve la rabia cuando lo recuerda.
Está imposibilitado para sentir placer alguno. Del sexual ni hablar, en su memoria es apenas una disposición de objetos alineados de tal forma que parezca al sexo común, como el que tú o cualquier otro pudiera sostener. Para él, coger y la idea misma del deseo no le excita en lo más mínimo. Es como un perro atado, en donde el placer, sexual y de cualquier tipo, se encuentra unos metros más allá de los que su cadena alcanza.
Nota 1: La calma que precede a las punzadas anuncia la intensidad del dolor. La sensación es ésta: una decena de martillos golpeando armónicamente un diminuto punto dentro de la muela. Ni un solo sitio más. Sólo ahí. La resonancia se expande hasta alcanzar la parte derecha de la quijada y hasta el oído. Le han comparado con el dolor del trigémino: el dolor del suicida. Yo sigo vivo después de media semana. Mañana la extracción.
Nota2: Hace un año me circuncidaron. El prepucio comenzó a convertirse en un tejido fibroso. No lo pude aplazar más. Después de que una amable enfermera me canalizara, fui trasladado como un fardo hasta una plancha en el quirófano. Un sujeto en bata —más parecida a la de un intendente que a la de un médico— me descubrió el trasero y comenzó a contar mis vértebras: uno, dos, tres… Siete. «¡Quédate quieto, en posición fetal!», me dijo me untaba methiolate. Lo siguiente fue la epidural. Jamás había sentido tanto dolor: «Vas a sentir presión en las caderas». Y Vaya que la sentí: fue como colocar esas caderas en una prensa industrial. Estuvieron a punto de romperse.
Mi mitad inferior se desvaneció. No tuve que sentir cómo rasuraron todo mi vello. Sin embargo, la primera incisión la sentí. Sentí el bisturí helado y cómo el tejido se desgarraba. Ruido blanco. A punto estuve de desmayar. Prefirieron sedarme. Fade out.
Eso hace un año y lo recuerdo ahora porque después de todo, nada de ello se compara con el dolor en esta muela. Nada.
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Día 1: Duele de la chingada el fórceps. Hicieron palanca por turnos la doctora y su asistente durante 45 minutos. Las raíces de la muela miden cerca de 2 cm. Y por si fuera poco son muy curvas. Y duele: de la chingada.
Día 2: Las infecciones bucales, dicen, son las más peligrosas cuando existe hueso expuesto. Hoy tengo fiebre: desobedecí las indicaciones de la dentista y he fumado. Quizá esté infecto. Por lo pronto ardo mientras me receto antibiótico y antipirético. Y aunque el dolor ha cedido, ardo. Mi percepción es una montaña rusa: lentas e insoportables subidas y vertiginosas caídas. El ardor consume el sudor de mi frente y mejillas.
Aunque ya no duele, arde y me vuelve estúpido en un rushestremecedorporturnos. Así.