Ahora llevo cuarenta y tres años a cuestas, pero aún suelo estremecerme en el sofá pensando en todas las formas en que pude deshacer la vida de Zora. En la manera en cómo fui perdiendo todos los escrúpulos y la lleve de la mano hasta el final. Hasta que los susurros se convirtieron en gritos atronadores; la extraña —y ahora creo, fascinante— manera en cómo las caricias mutaron en puñetazos y bofetadas, en como los labios se hinchaban y reventaban de sangre. En cómo nos fuimos despedazando hasta que ya no quedó nada. Ni un ápice del amor que le profesaba, sólo palabras. Mil promesas y disculpas que me condujeron a un callejón sin salida. Poco después ella habló con sus padres. Como es de pensar, me prohibieron verla más y amenazaron con llevarme a juicio. Desistí. Nunca más la volví a ver. Durante meses pensé que si llegaba al parque en el momento adecuado, podría observarla a lo lejos mientras la hora de los pájaros llegara. Pasaron decenas de ocasiones, una y otra vez los pájaros regresaban puntuales. Jamás apareció Zora. En su lugar, las aves.
12.2.08
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