20.7.08

Mellitus

Uno.

Parecía una mano estupenda, iba por una carta: dama de bastos. Con ella haría un conquián relativamente fácil. Perdí.

Dos.

Ese jueves reñí con ella. No es que no quiera decirles cómo se llama, pero es poco práctico pronunciar un nombre tan largo y estúpido. Reñimos por la mañana, mientras bebíamos café antes de partir al trabajo. Todo marchaba en orden, parecía un día más cordial que cualquier otro. Yo escuchaba el noticiero en la radio y entre pausa y pausa ella me hacía comentarios más bien absurdos acerca de las noticias que iban sucediendo; un día normal. Hasta que terminó el pronóstico del clima. Yo le daba un sorbo a mi taza. Entonces preguntó:

—¿Tienes una amante?

La miré desconcertado. Me atraganté por lo inesperado de su comentario. No sabía qué pensar y francamente no encontraba palabras para responder. Mi silencio la enfureció. Dio un trago más a su café y una honda calada al cigarro que acababa de encender. Temblaba sin parar. Me puse los anteojos para observar su semblante descompuesto. Noté con sorpresa que las venas, manchas y arrugas habían terminado por invadir el dorso de sus manos. Era una batalla perdida.

—Responde, por favor. Te he hecho una pregunta. ¿Tienes una amante? —me dijo y se echó a llorar. Pocas cosas de ella me hacían perder el juicio, una es su llanto. Un llanto infantil: gimoteos espasmódicos que siempre me recordaban a Berenice, mi compañera del preescolar que lloriqueaba mientras mojaba incontrolablemente los calzones. Ella y yo jamás tuvimos hijos. En buena medida por culpa de Berenice; desde los seis años supe que jamás tendría hijos. No permitiría que las probabilidades me dieran una caterva de Berenices chillonas mojando los calzones.

—¿Pero de qué estás hablando? ¿No te parece que estoy demasiado viejo para esas cosas? —le dije.

—¡No me has respondido, cabrón! —cogía la taza y el temblor en su mano derramaba el líquido­— es una pregunta simple, ¿sí o no?

Intenté controlarme. Respiraba pausadamente, buscando en mi mente las palabras precisas para que terminara con su rabieta e irnos en paz cada uno a su trabajo. Mi glucosa comenzaba a elevar sus índices. Parpadeaba sin cesar.

—No, carajo. ¡No! ¿De dónde sacas semejante tontería?

—Es obvio. Tiene poco más de un mes que han cambiado tus hábitos. Llegas tarde a casa y duermes en el sofá del estudio. Además llevas semanas sin asistir a la jugada regular; me lo han dicho las esposas de tus amigos. ¡No te hagas pendejo, por dios! —me dijo, entre sollozos.

Ya íbamos tarde al trabajo. Detesto la impuntualidad. En poco más de treinta años de carrera no recuerdo más de un par de ocasiones en las que habría llegado tarde. La primera fue por causa de una volcadura en el trayecto. Y la otra por la muerte de un cuñado. Ni enfermo solía faltar o retrasarme. Mucho menos lo haría por ofrecer una serie de explicaciones que jamás entendería una mujer desquiciada de celos. Tomé el último trago de café y me levanté por mi abrigo y mi bastón.

—Mañana hablamos al respecto. Hoy llego tarde: tengo jugada.

Ella permaneció llorando. Mientras salía de casa escuché claramente un «Chinga tu madre». Me metí en al auto y de inmediato tomé el celular.

—Anótenme para la jugada de hoy. Estoy de suerte.

Tres.

Suelo ser un sujeto agnóstico. Procuro no participar de ningún tipo de ritual y mucho menos crearlo. Detesto la significación y los simbolismos. Pero el juego es distinto. Siempre he creído firmemente que el orden del juego está regido por toda clase de supersticiones. El jueves había reñido con ella. Afortunado en el juego, desafortunado en el amor. No podía perder. Bajo ninguna circunstancia.

Sin embargo, así fue.

Cuatro.

La última vez que tuve una amante fue hace poco más de veinte años. Y amante, amante, no. Solía pagar por putas y me habitué a visitar a una en especial: Berenice, como la compañera llorona del preescolar.

No duró mucho. Al año de frecuentarla me dijo que la tarifa había subido. Pensé que se trataba de una broma. Cuando desperté la muy cabrona se había llevado mi pierna en pago. Esa fue la primera vez que la perdí. Juré que también la última.

Cinco.

A las seis de la tarde de ese jueves el parpadeo se había intensificado. Tenía los ojos completamente enrojecidos y sentía que la cabeza me iba a explotar. Qué importaba la insulina. Esta jugada era especial. Si no había asistido a la habitual, con los amigos, era porque me había acercado a un círculo de apostadores mayores. Reales. Jugábamos conquián en el privado de un restaurante a unos treinta minutos de mi oficina. Las apuestas eran fuertes y tras pocas semanas de asistir me había ganado una sólida reputación. Me la inyectaría después.

Seis.

Me amputaron la pierna izquierda a los treinta y dos años. A los veintinueve me habían diagnosticado diabetes mellitus. Los médicos me tranquilizaron diciéndome que era un padecimiento común para una persona con mis antecedentes —mi padre, abuelos y un montón de tíos la padecían o habían padecido hasta morir—, que era la clase más común y que con ligeros cuidados podría llevar una vida normal.

No atendí las indicaciones. Poco a poco la dieta fue sustituida por pastillas y las pastillas por insulina inyectada. Todas las mañanas.

Un día olvidé inyectarme. Mis niveles se dispararon. Terminé en el hospital al borde de un coma. El ortopedista tomó medidas de mi muñón y a las pocas semanas ya contaba con una pierna de fibra de carbono.

Siete.

La partida estaba a punto de comenzar. Además de una visita rápida a la farmacia, pasé a tres cajeros de diferentes bancos a retirar todos mis ahorros. Era mi noche. «Afortunado en el juego, desafortunado en el amor» me repetía como un mantra. En cierto modo agradecía las sospechas de infidelidad, por absurdas que fueran. Había cambiado todo el efectivo por fichas.

Comencé perdiendo. Una buena señal. Las siguientes partidas fueron mías. En todas ellas el cambio de carta me dio la victoria. La primera mano que gané, lo hice con un corte de sietes para rearmar una corrida de seis a sota; la segunda en una mano limpia con tres tercias: reyes, ases y caballos. Las siguientes no tuvieron mayor dificultad. Estaba siendo verdaderamente afortunado en el juego. Continué.

Llevaba acumuladas fichas por un valor cercano al medio millón; ya había quebrado a dos y sólo me faltaba uno más. En unas cuantas horas el trabajo estaría hecho. Parpadeaba sin cesar. Y vino esa mano: un juego inconexo, no había manera de recomponerlo ni con el cambio de carta; pensé en tomar mi novena y cerrarme, pero había mucho dinero en juego. Perdí. Perdí y seguí perdiendo durante las dos siguientes horas. Ya era tiempo de mi regreso. La apuesta era muy alta. No podía dejar esa mano. Iba por una carta: dama de bastos.

—Voy con mi resto. No me queda más. —dije, intentando persuadir a mi retador. Las punzadas en mi cabeza hacían que mi voz la escuchara lejana, como un eco perdido.

—No es suficiente. Creo que es momento de que te retires.

—No aun. Voy con mi resto, y con esto —arrojé la insulina a la mesa y me recogí el pantalón para zafarme la pierna. Estaba desesperado. Iba por una carta. Una dama de bastos y todo se arreglaba. Él miró incrédulo en un principio, la pierna se miraba repugnante dispuesta en el centro de la mesa. Sonrió mientras asentía con la cabeza.

—Tú robas.

Publicado en El Perro: arf!

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1 comentarios:

Marlenne Magallanes dijo...

2 y 7, un final certero, captaste mi intención y robaste esas ganas de no querer leer y pasar de lago porque ¿Tú robas? ¿Cierto?