16.12.08

Capicúa

Hoy C me dijo que Capicúa se va a morir. Lo sintió al acariciarla y después de la visita al veterinario. Yo solo pido que la boca se le haga chicharrón. Que después de la segunda visita y la tercera y hasta la operación será tan fuerte como lo ha sido estos meses de adaptación desde que salió de un avión en un kennel hediondo.

Capicúa tiene un poco menos de medio año que me ha adoptado. La primera vez que interactuamos yo hurgaba una computadora ajena y ella me miraba como una abuela inquisidora. Hoy tenemos por lo menos tres citas diarias, me besa cuando me le acerco y jamás, jamás me ha ladrado. Yo, que odiaba la idea de tener que lidiar con una mascota (sus primeras semanas en el departamento me invitaban a ahorcarla), hoy no puedo más que pensar en su recuperación. La pérdida sería poco más que irreparable.

Que viva Capicúa. Por el bien de todos nosotros. Por lo pronto, hoy la dejaré dormir a mi lado.


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12.12.08

We Got it!!! Damn Yeah!


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22.11.08

Manualidades

Mi habilidad en cualquier tipo de tarea manual es nula. Desde el preescolar he sido un rotundo fracaso. Jamás logré dibujar más que sujetos cuadrados, casas típicas de dos aguas con sus ventanas y su puerta al centro: bodrios. Al día de hoy no logro entender qué me motivó a matricularme en el taller de dibujo técnico en la secundaria (quizá la posibilidad de dignificar mi destreza apoyado de escuadras y reglas t. Aún así fue un fiasco).

En 1994 cursaba el segundo año de secundaria. Seguía con el taller de dibujo y obviamente, reprobaba. Siempre. Para poder compensar mi ineptitud, la maestra sumaba carga de trabajo a los rezagados. Yo en primera fila. Pasaba muchas tardes sentado frente a un diminuto restirador confirmando la impericia. Lámina tras lámina. Aburridísimo mientras escuchaba la radio.

Aquél día escuchaba una estación local. Y el anuncio: Radiohead se presentaría en el teatro San Francisco. Costo: 60 pesos. Tenía que ir.

Y no fui. (Y aquí es donde pienso que mi adolescencia estuvo plagada de frustraciones, sobre todo, en lo que se refiere a conciertos). Reprobé no sólo dibujo técnico, sino que también biología y artísticas. El castigo consistió, simple y sencillamente para mi madre, no ir al concierto de 60 pesitos. Me tuve que conformar con escuchar los Casettes que grababa después de rentar algunos Cd’s en un sitio llamado Musi t-k que no era más que la versión mexicana y de provincia de un empire records (sin contar que además, no vendía nada. Todo a la renta). Ahí encontré el que hoy es uno de mis discos favoritos: my iron lung. De hecho, recuerdo que esa mismo casette lo repetí una y otra vez mientras en el teatro en Pachuca la banda tocaba: Faith, you're driving me away/ You do it everyday/ You don't mean it/ But it hurts like hell/ […] Suck, suck your teenage thumb/ Toilet trained and dumb/ When the power runs out/ We'll just hum.

Catorce años después sigo siendo un fiasco en cualquier tipo de tarea manual. Ahora, intento sin éxito seguir las instrucciones del the cardboard tree. Decido ofrecerle a C asistirla. Es mejor así: chalan. También sigue la radio, desde entonces. All i need del In rainbows suena. No más frustraciones. Ya tenemos boletos.




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22.10.08

Yo no he deseado mal a nadie...
Esta es mi primera vez.

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9.10.08

Anteayer vimos a James. Y, C y yo llegamos con un par de horas de anticipación para poder comer. Dimos vueltas a los puestos y de la sorpresa a la risa: en mucho tiempo no veía copias tan fieles de la mercancía oficial de una banda. Pocos puestos si pensamos que para un concierto de Emmanuel, Luis Miguel et al, prácticamente el tramo de Reforma que ocupa el auditorio se abarrota de mercancía. Pero también la risa: una taza de ‘James’ con la foto del frontman de metallica. Y sí: James… Hetfield.


Iniciar su setlist con uno de sus más grandes tracks parecía vaticinar un: esto es un concierto para fans; los que vengan por estos temas se pueden largar. Sentí pena por el sujeto que tras la pregunta de una de las vendedoras acerca de qué tocaba James, respondía: new age. Sentí pena por Y, por K. Sentí pena por mí.


Y no. En todo caso fue la vara con la que decidieron medir el resto del concierto: Say something. Qué vara. Así que, incombustibles, no dejaron de rebasarla. Durante más de dos horas. Y se despedían.


Y volvían, una y otra y otra vez. Incombustibles. Con una cara de, quiero creer, azoro. Algo así como un: “no mames, pinches mexicanos, qué bárbaros”. Una y otra y
otra vez. Sonriendo. Aplaudiendo. De ida y vuelta.






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8.10.08

La parábola de Moisés y el camarón

Esta historia me la contó un amigo: Moisés, Esposo amante y amigo carismático se pierde del mapa por unos días. Mi amigo especula su ausencia. Como el Moisés en cuestión es un amigo carismático es extraña su desaparición. Ni una visita, ni una llamada. Nada. Mi amigo teme se encuentre enfermo. Mientas va manejando y a punto de llamarle se encuentra con una visión: un cocktail afrodisíaco ha envenenado a Moisés. Un anuncio espectacular lo anuncia. En el cual habla de cerveza de marineros y toritos que se mezclan con camarones: mariscos el marinero. ‘los auténticos toritos’. Moisés, el amigo carismático, es muy borracho. Algo tendrá que ver el anuncio.
Moisés se ha intoxicado por abuso de mariscos. Todos y cada uno contenidos en un cocktail de precio módico. El estilo de vida de Moisés se enfrenta a menudo con toda clase de mariscos envenenados y aun así jamás había caído enfermo. A mi amigo le informa que esta vez la urticaria no tuvo piedad. Moisés el amigo carismático, además de borracho, es valiente. A cada oportunidad desafía a la muerte con algún marisco. Mejor aun, si se encuentra en un cocktail. En un auténtico torito.
Valiente Moi.

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12.8.08

Lluvia de estrellas

Hoy hay lluvia de estrellas. Está nublado. Por más que intento recordar no me viene a la mente ninguna que haya visto. No he visto, entonces, ninguna lluvia de estrellas. Debería lamentarlo, pero en su lugar sigo pensando: Come caca, vecino. Lo pienso y ya no sonrío. En su lugar pereza. Me da pereza pensar en que coma caca mi vecino. Pero aun así, lo merece. Anteayer dejó una nota en la entrada del edificio. Algo así como “el edificio huele a perro por tu culpa (yo) cabrón. Tienes que sacarlo más a menudo. ¿Te quedó claro?”. Y es cierto: hubo un accidente con mi perra. ¿Y qué? Fue corregido en tiempo y forma y no ha vuelto a ocurrir. Mi vecino, es cobarde. y no da la cara. Mi vecino, en suma, que coma caca. Hoy hay lluvia de estrellas. Está nublado.

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6.8.08

OnBeing Gio.



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20.7.08

Mellitus

Uno.

Parecía una mano estupenda, iba por una carta: dama de bastos. Con ella haría un conquián relativamente fácil. Perdí.

Dos.

Ese jueves reñí con ella. No es que no quiera decirles cómo se llama, pero es poco práctico pronunciar un nombre tan largo y estúpido. Reñimos por la mañana, mientras bebíamos café antes de partir al trabajo. Todo marchaba en orden, parecía un día más cordial que cualquier otro. Yo escuchaba el noticiero en la radio y entre pausa y pausa ella me hacía comentarios más bien absurdos acerca de las noticias que iban sucediendo; un día normal. Hasta que terminó el pronóstico del clima. Yo le daba un sorbo a mi taza. Entonces preguntó:

—¿Tienes una amante?

La miré desconcertado. Me atraganté por lo inesperado de su comentario. No sabía qué pensar y francamente no encontraba palabras para responder. Mi silencio la enfureció. Dio un trago más a su café y una honda calada al cigarro que acababa de encender. Temblaba sin parar. Me puse los anteojos para observar su semblante descompuesto. Noté con sorpresa que las venas, manchas y arrugas habían terminado por invadir el dorso de sus manos. Era una batalla perdida.

—Responde, por favor. Te he hecho una pregunta. ¿Tienes una amante? —me dijo y se echó a llorar. Pocas cosas de ella me hacían perder el juicio, una es su llanto. Un llanto infantil: gimoteos espasmódicos que siempre me recordaban a Berenice, mi compañera del preescolar que lloriqueaba mientras mojaba incontrolablemente los calzones. Ella y yo jamás tuvimos hijos. En buena medida por culpa de Berenice; desde los seis años supe que jamás tendría hijos. No permitiría que las probabilidades me dieran una caterva de Berenices chillonas mojando los calzones.

—¿Pero de qué estás hablando? ¿No te parece que estoy demasiado viejo para esas cosas? —le dije.

—¡No me has respondido, cabrón! —cogía la taza y el temblor en su mano derramaba el líquido­— es una pregunta simple, ¿sí o no?

Intenté controlarme. Respiraba pausadamente, buscando en mi mente las palabras precisas para que terminara con su rabieta e irnos en paz cada uno a su trabajo. Mi glucosa comenzaba a elevar sus índices. Parpadeaba sin cesar.

—No, carajo. ¡No! ¿De dónde sacas semejante tontería?

—Es obvio. Tiene poco más de un mes que han cambiado tus hábitos. Llegas tarde a casa y duermes en el sofá del estudio. Además llevas semanas sin asistir a la jugada regular; me lo han dicho las esposas de tus amigos. ¡No te hagas pendejo, por dios! —me dijo, entre sollozos.

Ya íbamos tarde al trabajo. Detesto la impuntualidad. En poco más de treinta años de carrera no recuerdo más de un par de ocasiones en las que habría llegado tarde. La primera fue por causa de una volcadura en el trayecto. Y la otra por la muerte de un cuñado. Ni enfermo solía faltar o retrasarme. Mucho menos lo haría por ofrecer una serie de explicaciones que jamás entendería una mujer desquiciada de celos. Tomé el último trago de café y me levanté por mi abrigo y mi bastón.

—Mañana hablamos al respecto. Hoy llego tarde: tengo jugada.

Ella permaneció llorando. Mientras salía de casa escuché claramente un «Chinga tu madre». Me metí en al auto y de inmediato tomé el celular.

—Anótenme para la jugada de hoy. Estoy de suerte.

Tres.

Suelo ser un sujeto agnóstico. Procuro no participar de ningún tipo de ritual y mucho menos crearlo. Detesto la significación y los simbolismos. Pero el juego es distinto. Siempre he creído firmemente que el orden del juego está regido por toda clase de supersticiones. El jueves había reñido con ella. Afortunado en el juego, desafortunado en el amor. No podía perder. Bajo ninguna circunstancia.

Sin embargo, así fue.

Cuatro.

La última vez que tuve una amante fue hace poco más de veinte años. Y amante, amante, no. Solía pagar por putas y me habitué a visitar a una en especial: Berenice, como la compañera llorona del preescolar.

No duró mucho. Al año de frecuentarla me dijo que la tarifa había subido. Pensé que se trataba de una broma. Cuando desperté la muy cabrona se había llevado mi pierna en pago. Esa fue la primera vez que la perdí. Juré que también la última.

Cinco.

A las seis de la tarde de ese jueves el parpadeo se había intensificado. Tenía los ojos completamente enrojecidos y sentía que la cabeza me iba a explotar. Qué importaba la insulina. Esta jugada era especial. Si no había asistido a la habitual, con los amigos, era porque me había acercado a un círculo de apostadores mayores. Reales. Jugábamos conquián en el privado de un restaurante a unos treinta minutos de mi oficina. Las apuestas eran fuertes y tras pocas semanas de asistir me había ganado una sólida reputación. Me la inyectaría después.

Seis.

Me amputaron la pierna izquierda a los treinta y dos años. A los veintinueve me habían diagnosticado diabetes mellitus. Los médicos me tranquilizaron diciéndome que era un padecimiento común para una persona con mis antecedentes —mi padre, abuelos y un montón de tíos la padecían o habían padecido hasta morir—, que era la clase más común y que con ligeros cuidados podría llevar una vida normal.

No atendí las indicaciones. Poco a poco la dieta fue sustituida por pastillas y las pastillas por insulina inyectada. Todas las mañanas.

Un día olvidé inyectarme. Mis niveles se dispararon. Terminé en el hospital al borde de un coma. El ortopedista tomó medidas de mi muñón y a las pocas semanas ya contaba con una pierna de fibra de carbono.

Siete.

La partida estaba a punto de comenzar. Además de una visita rápida a la farmacia, pasé a tres cajeros de diferentes bancos a retirar todos mis ahorros. Era mi noche. «Afortunado en el juego, desafortunado en el amor» me repetía como un mantra. En cierto modo agradecía las sospechas de infidelidad, por absurdas que fueran. Había cambiado todo el efectivo por fichas.

Comencé perdiendo. Una buena señal. Las siguientes partidas fueron mías. En todas ellas el cambio de carta me dio la victoria. La primera mano que gané, lo hice con un corte de sietes para rearmar una corrida de seis a sota; la segunda en una mano limpia con tres tercias: reyes, ases y caballos. Las siguientes no tuvieron mayor dificultad. Estaba siendo verdaderamente afortunado en el juego. Continué.

Llevaba acumuladas fichas por un valor cercano al medio millón; ya había quebrado a dos y sólo me faltaba uno más. En unas cuantas horas el trabajo estaría hecho. Parpadeaba sin cesar. Y vino esa mano: un juego inconexo, no había manera de recomponerlo ni con el cambio de carta; pensé en tomar mi novena y cerrarme, pero había mucho dinero en juego. Perdí. Perdí y seguí perdiendo durante las dos siguientes horas. Ya era tiempo de mi regreso. La apuesta era muy alta. No podía dejar esa mano. Iba por una carta: dama de bastos.

—Voy con mi resto. No me queda más. —dije, intentando persuadir a mi retador. Las punzadas en mi cabeza hacían que mi voz la escuchara lejana, como un eco perdido.

—No es suficiente. Creo que es momento de que te retires.

—No aun. Voy con mi resto, y con esto —arrojé la insulina a la mesa y me recogí el pantalón para zafarme la pierna. Estaba desesperado. Iba por una carta. Una dama de bastos y todo se arreglaba. Él miró incrédulo en un principio, la pierna se miraba repugnante dispuesta en el centro de la mesa. Sonrió mientras asentía con la cabeza.

—Tú robas.

Publicado en El Perro: arf!

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Música en el orfanato


(Grandes Hits Vol. 1; Nueva Generación de Narradores mexicanos; Tryno Maldonado, Editor; Almadía; 2008)

Uno.

Casi siempre que intentamos hablar de una generación, en términos literarios, procuramos a toda costa rebasar los límites de la temporalidad para encontrar vínculos –muchas veces inconexos- entre una buena cantidad de narradores que sólo son coetáneos. La posibilidad de denominar a rajatabla la obra, la poética o simplemente los impulsos que mueven a estos grupos de escritores suele resultar mucho más cómodo que revisar los casos particulares. Al final cometemos errores de omisión que al culto a la numeralia poco le importan. Aquí el dogma: calificarás.

Pero el tiempo ha pasado y lo que unía, por ejemplo, al boom o a la onda, hoy no puede ser más que una buena intención. Sin embargo, la posibilidad de congregar una muestra –generacional o no- de la narrativa mexicana, acotada por la posibilidad geográfica y ese arbitrario pero para muchos encantador y obsesivo corte temporal representa, sobre todo, una posibilidad.

Pues si bien han existido una buena cantidad de antologías que han pretendido sin mayor pretensión que mostrar el trabajo de nuevo narradores, nuevas voces o como quiera que se les llame, ninguna, al menos que recuerde, ha tenido la osadía de pretender que su contenido representa un parte aguas para la literatura mexicana y mucho menos la inauguración o reinauguración de una tradición. Eso, quedó empolvado en algún lugar en donde el commonwhealth sigue siendo el padre nuestro.

Dos.

Y es que en los tiempos de la inmediatez, una generación no responde en ningún momento a una tradición; al menos no necesariamente. Mucho menos literaria. Y la frase se exacerba en un país no solo carente de padre, sino prácticamente imposibilitado de dilucidar la presencia de una madre. En donde, -aquí irremediablemente entra la voz del editor, Tryno Maldonado- la generación que estamos presenciando apenas alcanzó a vivir las mieles de la administración de la abundancia. Es más, el mayor de ellos apenas contaba con 12 años cuando la realidad que hasta ahora nos acompaña se instaló en nuestro país.

Y el Editor califica a su generación de ascética, de desencantada y por supuesto, de huérfana. Y es verdad, y lejos de representar una desventaja se convierte en una diferencia. Y hoy eso, marcar la diferencia, se presenta junto con la honestidad, la mejor fórmula para narrar. Otra tarea será resolver la crisis contra la abulia. En todo caso la respuesta al análisis de ésta generación y la siguiente y la siguiente. Porque el discurso literario necesariamente se encuentra acompañado de un discurso político. Aun estéril. Aun velado. Quien lo niegue estará incurriendo en la ceguera o en la demagogia.

Por ejemplo: en el año en que en México se publicaba el manifiesto del crack, Alberto Fuguet y Sergio Gómez publicaban la antología Mc Ondo. Generando, ambos, un no muy bien logrado corte de caja, pero corte al fin. La arenga era sencilla y más o menos contundente: Deshagámonos del legado del boom y usemos los zapatos del abuelo. Matemos al padre.

Lo mismo sucede con los autoproclamados nietos de García Márquez (Mario Mendoza y Nahum Montt), quienes apenas el miércoles pasado aseguraban que en la narrativa colombiana, a la que ellos pertenecen, macondo agonizaba. Matemos al abuelo.

Es hasta cierto punto lógico que una generación procure asesinar al patriarca para poder aspirar al trono. Sin embargo, en una generación huérfana no hay forma de cometer parricidio. En todo caso estas generaciones cometen canibalismo y fratricidio, pero su movimiento asesino no deja de ser horizontal.

Tres.

Pues bien, hoy podremos decir que nos encontramos ante una obra honesta, en donde un editor en el lugar de un dj procura armar un set con las mejores pistas que comenzaron a parirse en 1970 y terminaron en el 79. Amenizar la fiesta. Poner música en el orfanato. Una música versátil, disímbola entre sí, con tracks vertiginosos y lentos y furiosos y abúlicos y reflexivos y divertidos y odiosos. Y esa es la tarea.

Pero cabe hacer una acotación final. La música suele responder a las necesidades de una época. Y es en las épocas de mayor incertidumbre, crisis, desencanto y orfandad simbólica, cuando la esta suele llenar los vacíos. Mi generación, la que ve a estos narradores desde el escalón de abajo, creció en una de las peores épocas del país y del mundo. Y también con algunos de los mejores movimientos musicales de la historia: el grunge uno de ellos. Y aquí la moraleja: Prefiero escuchar el set de un dj en épocas de crisis, pues en la bonanza quizá solo programe un pop que francamente, detesto.


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