Hoy desperté a las 6:00 a.m. La manera en cómo se deletreaba la palabra despierta reventaba en mis oídos; cinceladas tan fuertes que pronto terminarían por disolver cualquier cosa que estuviera soñando. Y aun así: de haber sido mi cuerpo un poco más autónomo con respecto a mi mente, con certeza habría sido la boca quien a base de dentelladas me exigiera terminar de inmediato con mi sueño. La fuerza que había cobrado aquel silabeo ¡des-pier-ta!, ¡des-pier-ta!, fue tornándose en un fragor insoportable. Mil voces irrumpiendo con estruendo en mi cabeza.
Varios minutos después, tomé conciencia del repugnante sabor en mi boca. Coloqué mis manos en el cuerpo de Helga y exhalé para respirar un aliento metálico y descompuesto; como si lo que había merendado se hubiese podrido al consumirlo. Aquella sensación me obligó a apresurarme hacia el lavabo. Enjuagué mi boca comprobando que el sabor oxidado no era más que una multitud de coágulos de sangre. Incluso en mis labios y comisuras se encontraban cubiertos de una finísima capa. Escupía y me llenaba de nueva cuenta de un agua que sólo consiguió dejarme un fuerte dolor en encías y dientes.
La hemorragia pareció ceder al frío del agua.
Después de haberme cepillado, el sabor y el aroma menguaron hasta dar paso a un leve vaho de menta y canela. La sensación del agua helada en el paladar se expandió a tal grado que pronto me produjo una pertinaz jaqueca. Necesitaba leche y un analgésico.
El orden en la cocina se encontraba roto. Un caos de trastos y alimento desperdigado interferirían con cualquier tipo de tarea propuesta. No recordaba nada que hubiese propiciado tal desorden. Para mitigar la jaqueca abrí el refrigerador y me empiné el galón de leche hasta atragantarme. Tan pronto me esforzaba en traer a mí la noche anterior, mi mente se transportaba hacia un páramo desolado. Sólo recordaba que estuve con Helga tras haber llegado de su trabajo.
Mientras buscaba un par de analgésicos en el botiquín, mi mente inició un rastreo frenético en la memoria. La configuración de la cocina sólo me remitía al resultado de que había comido algo pero no lograba recordar qué.
Varios minutos después, tomé conciencia del repugnante sabor en mi boca. Coloqué mis manos en el cuerpo de Helga y exhalé para respirar un aliento metálico y descompuesto; como si lo que había merendado se hubiese podrido al consumirlo. Aquella sensación me obligó a apresurarme hacia el lavabo. Enjuagué mi boca comprobando que el sabor oxidado no era más que una multitud de coágulos de sangre. Incluso en mis labios y comisuras se encontraban cubiertos de una finísima capa. Escupía y me llenaba de nueva cuenta de un agua que sólo consiguió dejarme un fuerte dolor en encías y dientes.
La hemorragia pareció ceder al frío del agua.
Después de haberme cepillado, el sabor y el aroma menguaron hasta dar paso a un leve vaho de menta y canela. La sensación del agua helada en el paladar se expandió a tal grado que pronto me produjo una pertinaz jaqueca. Necesitaba leche y un analgésico.
El orden en la cocina se encontraba roto. Un caos de trastos y alimento desperdigado interferirían con cualquier tipo de tarea propuesta. No recordaba nada que hubiese propiciado tal desorden. Para mitigar la jaqueca abrí el refrigerador y me empiné el galón de leche hasta atragantarme. Tan pronto me esforzaba en traer a mí la noche anterior, mi mente se transportaba hacia un páramo desolado. Sólo recordaba que estuve con Helga tras haber llegado de su trabajo.
Mientras buscaba un par de analgésicos en el botiquín, mi mente inició un rastreo frenético en la memoria. La configuración de la cocina sólo me remitía al resultado de que había comido algo pero no lograba recordar qué.
Entonces apareció un recuerdo que hincó los dientes en mi cuello.
Tras la dimisión de Wallesa al gobierno de Polonia mi familia se había visto envuelta en una andanada de acusaciones sobre corrupción. El desorden que prevalecía en aquellos momentos no permitió que mi padre armara una defensa adecuada. Terminó junto con un par de compañeros del ministerio en prisión como chivo expiatorio. Mamá y Jan, mi hermano mayor, tuvieron que despojarse de sus bienes para poder continuar con un juicio que a todas luces parecía perdido. Y así lo fue. La judicatura recién instalada estaba tan o más infecta de abyección que la que controlaba Wallesa. Los caminos y las instancias se difuminaron tan rápido como nuestro patrimonio. Al final mi padre permaneció en prisión y nosotros nos quedamos sin un zloty. De Varsovia tuvimos que mudarnos a una unidad que durante la guerra había funcionado como ghetto en la provincia de Bydgoszcz, tanto por la cercanía con la prisión donde se encontraba papá, como también por que no había alcanzado para nada más. En cualquier caso ese sitio continuaba siendo un maldito ghetto. La mafia rusa había fincado ahí una pequeña esfera de influencia durante la hegemonía de Moscú en el país. El tráfico de armas, drogas, mujeres y demás mercancía irregular pululaba en las calles. Jan debió conseguir empleo como taxista; mamá, macilenta tras el proceso de defensa de papá, terminó fregando trastos en el comedor de una de las fábricas del sector. La vida era una gran mierda.
En la familia, el tiempo discurría en la semana como si estuviese muerto. Hablábamos poco entre nosotros, siempre contando los días en espera del sábado; día en que nos permitían ver a tatushu por unas horas. En cuanto llegábamos a prisión, la mirada de todos recuperaba el brillo, como si el resto de la semana significara una amarga pausa en nuestra vida. Corríamos hacia la mesita que nos era destinada para convivir con papá.
Durante uno de esos encuentros tocó mi cumpleaños número once. Papá llegó perfectamente acicalado, con una pequeña bolsita escondida. Tras besar a mi madre y abrazar efusivamente a Jan, se acercó a mí y me habló como si fueran sus últimas palabras: «Hola, hijo: no tuve mucho tiempo para prepararte ningún regalo, pero cultivé algo para ti. Cuídalo mucho. Feliz Cumpleaños, Lukaz». De la bolsita extrajo una pequeña maceta con una alcachofa tierna. De la maceta colgaba una diminuta bolsa de papel con una docena de semillas rosadas. ¿Qué mierda era ese regalo? De cualquier modo lo conservé.
Las semanas siguientes me dediqué a cultivar las semillas. Con sencillos empleos temporales para los vecinos, conseguí lo suficiente como para comprarme un huerto, un costal con humus de lombriz y demás fertilizantes. Pensaba entonces que quizá cultivando todas las alcachofas para venderlas podría contribuir al gasto familiar, o, por lo menos, contribuir en especie con la hortaliza. La planta que papá me había regalado no se tocaría. Temía que cuando saliera de prisión me reprendiera.
A los pocos meses de habernos mudado al ghetto, Jan terminaría por hartarse del nuevo papel de jefe de familia. Sin previo aviso, una noche que aparentemente le tocaba doblar turno en el taxi, no volvió. Al principio fue incertidumbre. Horas después del momento en que debía llegar, mamá llamó a la policía; temía que lo hubiesen asaltado e incluso herido. En aquellos tiempos, Polonia se encontraba convulsa. La estación de policía contactó al jefe de Jan; había renunciado un día atrás. Semanas después nos enteramos por una carta que Jan nos envió que se hallaba de nuevo en Varsovia; ofrecía disculpas por su cobardía y esperaba que lo entendiéramos. ¿Cómo pudo considerar que podíamos comprenderlo, si nos encontrábamos muriendo de hambre? Mamushu lloró tres noches seguidas a hurtadillas, en su habitación, desconsolada por la huida de su hijo más querido.
Tras la dimisión de Wallesa al gobierno de Polonia mi familia se había visto envuelta en una andanada de acusaciones sobre corrupción. El desorden que prevalecía en aquellos momentos no permitió que mi padre armara una defensa adecuada. Terminó junto con un par de compañeros del ministerio en prisión como chivo expiatorio. Mamá y Jan, mi hermano mayor, tuvieron que despojarse de sus bienes para poder continuar con un juicio que a todas luces parecía perdido. Y así lo fue. La judicatura recién instalada estaba tan o más infecta de abyección que la que controlaba Wallesa. Los caminos y las instancias se difuminaron tan rápido como nuestro patrimonio. Al final mi padre permaneció en prisión y nosotros nos quedamos sin un zloty. De Varsovia tuvimos que mudarnos a una unidad que durante la guerra había funcionado como ghetto en la provincia de Bydgoszcz, tanto por la cercanía con la prisión donde se encontraba papá, como también por que no había alcanzado para nada más. En cualquier caso ese sitio continuaba siendo un maldito ghetto. La mafia rusa había fincado ahí una pequeña esfera de influencia durante la hegemonía de Moscú en el país. El tráfico de armas, drogas, mujeres y demás mercancía irregular pululaba en las calles. Jan debió conseguir empleo como taxista; mamá, macilenta tras el proceso de defensa de papá, terminó fregando trastos en el comedor de una de las fábricas del sector. La vida era una gran mierda.
En la familia, el tiempo discurría en la semana como si estuviese muerto. Hablábamos poco entre nosotros, siempre contando los días en espera del sábado; día en que nos permitían ver a tatushu por unas horas. En cuanto llegábamos a prisión, la mirada de todos recuperaba el brillo, como si el resto de la semana significara una amarga pausa en nuestra vida. Corríamos hacia la mesita que nos era destinada para convivir con papá.
Durante uno de esos encuentros tocó mi cumpleaños número once. Papá llegó perfectamente acicalado, con una pequeña bolsita escondida. Tras besar a mi madre y abrazar efusivamente a Jan, se acercó a mí y me habló como si fueran sus últimas palabras: «Hola, hijo: no tuve mucho tiempo para prepararte ningún regalo, pero cultivé algo para ti. Cuídalo mucho. Feliz Cumpleaños, Lukaz». De la bolsita extrajo una pequeña maceta con una alcachofa tierna. De la maceta colgaba una diminuta bolsa de papel con una docena de semillas rosadas. ¿Qué mierda era ese regalo? De cualquier modo lo conservé.
Las semanas siguientes me dediqué a cultivar las semillas. Con sencillos empleos temporales para los vecinos, conseguí lo suficiente como para comprarme un huerto, un costal con humus de lombriz y demás fertilizantes. Pensaba entonces que quizá cultivando todas las alcachofas para venderlas podría contribuir al gasto familiar, o, por lo menos, contribuir en especie con la hortaliza. La planta que papá me había regalado no se tocaría. Temía que cuando saliera de prisión me reprendiera.
A los pocos meses de habernos mudado al ghetto, Jan terminaría por hartarse del nuevo papel de jefe de familia. Sin previo aviso, una noche que aparentemente le tocaba doblar turno en el taxi, no volvió. Al principio fue incertidumbre. Horas después del momento en que debía llegar, mamá llamó a la policía; temía que lo hubiesen asaltado e incluso herido. En aquellos tiempos, Polonia se encontraba convulsa. La estación de policía contactó al jefe de Jan; había renunciado un día atrás. Semanas después nos enteramos por una carta que Jan nos envió que se hallaba de nuevo en Varsovia; ofrecía disculpas por su cobardía y esperaba que lo entendiéramos. ¿Cómo pudo considerar que podíamos comprenderlo, si nos encontrábamos muriendo de hambre? Mamushu lloró tres noches seguidas a hurtadillas, en su habitación, desconsolada por la huida de su hijo más querido.
Tuve que arreglármelas para no perecer junto con ella.
La carestía me obligó a abandonar la escuela. El escaso salario de mamá no alcanzaba en ocasiones ni para visitar a papá. Las malditas alcachofas jamás lograron venderse y mamá no tuvo intención de cocinarlas. Pronto, logré encontrar empleo en el mercado central ayudando a las mujeres a cargar sus compras. Ganaba una bicoca pero al menos contribuía comprando leche y pan.
La situación en el país se agravó a tal grado que mis vecinos y ex compañeros de colegio terminarían convirtiéndose en mi competencia. Las propinas cada vez más resultaban insuficientes. Mamá perdió la plaza, ahora sólo trabajaba eventualmente; sólo los días que le llamaban del comedor lográbamos probar bocado. Sin embargo, y pese al hambre, mi empleo marchaba como un juego: mis antiguos compañeros del colegio y mis vecinos jugábamos a tener oficio. Y aunque lo jugábamos en serio, en nuestros ratos libres y durante el regreso a casa seguíamos siendo unos pequeños. Las correrías nos permitían olvidarnos un momento de los problemas de los mayores. También seguí cultivando mis alcachofas y dotando de cuidados especiales a la que mi padre me había regalado. Justo cuando cumplí los doce y acudí a la visita semanal con papá, llevé la planta como muestra de mi cuidado y mi compromiso con el bienestar de la familia. Papá ignoró tal hecho; desde hacía meses, cada visita representaba amargura y una lista impronunciable de maldiciones de ambos hacia la vida por haberles arrebatado a Jan.
Regresamos a casa más tarde. Mamá cortó todas mis alcachofas para cocerlas. Habían pasado meses desde que la resignación se apoderaba de mis sueños empresariales, aunque del mismo modo en que me abandonó el espíritu emprendedor, el cariño se había instalado como lazo entre aquella docena de plantas y yo. Mi madre desmoronó el único vínculo sólido que me unía a mi padre. Todo por ‘el hambre’. Se aproximó a mi huerto con un cuchillo recién afilado y una mirada exultante. Permanecí atónito mientras miraba cómo moría cada una de ellas. Quedé pasmado por semanas enteras. Decidí no comer más en casa. Tendría que arreglármelas con las propinas del mercado.
Conforme pasaron unos días, mi fuero interno me exigió perdonarla. No obstante, una sensación de malestar explotaba en mis vísceras a cada recuerdo del atentado. No encontraba un solo motivo para su expiación; preferí hurtar alimentos de los tenderetes del mercado hasta que fui atrapado con un pollo entero y trozos de cordero en los bolsillos. Mi madre me azotó largo rato, hasta cansarse.
Meses después volvía al mercado pidiendo otra oportunidad. Tras un sinnúmero de disculpas para los locatarios logré, no sin atenta vigilancia de todos, volver a la carga: tenía casi tres semanas sin probar un bocado decente, sólo esperaba poder terminar la jornada sin desmayos.
Una mujer anciana y gorda caminaba trabajosamente, cargando un montón de bolsas repletas de comestibles. Deduje su situación acomodada debido a la cantidad de alimento comprado y las joyas que colgaban de su cuello. En esos tiempos en Polonia era un lujo, incluso el alimento. Se detuvo justo frente de nosotros. Segundos después me descubrí salivando sin control. La abordé de inmediato para ofrecerle mis servicios. La maquinaria del hambre se lubricaba con la saliva que me hacía segregar aquella masa carnosa. Quizá consiguiera una buena paga por mis servicios.
Después de algunos minutos de negociación tenaz y un sinfín de burlas hacia mi aspecto famélico por parte de la vieja, logré que a mis amigos y a mí nos pagara por llevar las compras hasta su casa. De inmediato llamé a Lölek, Adam y Miroslav para que ayudaran. El camino no fue largo, pero tuve el tiempo suficiente para compartirles mi idea a los compañeros. El veredicto final se encontraba dividido: Adam estaba convencido de que sólo se trataba de una locura mía. Lölek tenía la suficiente hambre como para acceder de inmediato y Miroslav insistía en que todo fuese democrático. Y así fue: votamos durante el trayecto y por mayoría de tres a uno gané.
Mientras la anciana intentaba abrir la puerta de su apartamento, Miroslav y Lölek se apresuraron a dejar las bolsas para flanquearla; la anciana intuyó de inmediato la calidad del servicio que ofrecíamos. Se aprestó a entregarle las llaves a Lölek y permitirle que él abriera mientras buscaba en su bolso las monedas que nos daría de propina. El edificio parecía abandonado; el silencio reinaba en el piso en tanto descansábamos de la pesada carga. La mujer vivía sola. En el momento en que Lölek logró abrir, Adam y yo nos abalanzamos sobre la vieja. No nos costó gran esfuerzo derribarla. Su rostro se estrelló contra el suelo provocando un sonido hueco en el edificio. De inmediato Lölek y yo la arrastramos hasta el vestíbulo de su apartamento mientras Adam acarreaba la mercancía y Miroslav buscaba en qué recostarla.
Comimos hasta saciarnos. Después de largos minutos, nos encontramos tan ahitados que involuntariamente caímos dormidos en la sala del apartamento.
Al despertar un sabor metálico se apoderaba de mi lengua. Los labios los sentía revestidos de una membrana pegajosa que me impedía moverlos con soltura. La sangre que había bebido se había pegado y coagulado en mi boca a la vez que las bacterias fermentaban los restos de carne cruda entre mis dientes y encías. Coloqué mis manos frente a la boca y exhalé sólo para comprobar que olía a mierda. Corrí desesperado hasta el lavabo para enjuagarme y escupir repetidamente. No entendía nada de lo que había ocurrido horas atrás. Tan pronto regresé al vestíbulo comprobé la bestialidad con la que habíamos actuado: pedazos de la anciana se encontraban desperdigados por todo el vestíbulo, sala, comedor y cocina del apartamento. El terror por las consecuencias de semejante acto amainaba al tener mi estómago satisfecho. Aun así, un leve viso de miedo se incrustaba en mi conciencia. Desperté a mis compañeros y nos retiramos lo más sigilosamente posible…
® 2006; Said Javier Estrella
De: Cena entre Chacales
Publicado en HOMINES
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