Por la mañana iba resuelto a ponerle en la madre a Jürgen. Eso lo tenía bien claro. El muy cabrón se regocijaría con nosotros; además de todo, el pobre diablo de Ramírez sería la candonga del anciano, ¡claro!, como él era el más vehemente aficionado. Pero ¿qué culpa tenía Ramírez?, si los insolentes eran otros, los once perdedores. Y pensar que hasta me desvelé a petición del imbécil de mi cuñado para ver el juego cuando siempre lo he abominado. Como fuera, ya le tocaba su madrina al alemán. Todos eran unos cobardes, irían enfurecidos a la oficina pero ninguno diría nada, agacharían la cabeza y saludarían a su jefe con la mirada baja, soportando sus comentarios dolosos: ¡Pinches jotos! Yo no iba a tolerar ninguna burla, tan pronto se atreviera a hacerme algún comentario le soltaría un madrazo. No se diga más.
Por si fuera poco, el auto no encendía y ya era lo bastante tarde como para buscar la avería. Descargué toda mi cólera contra el volante del bocho: qué ironía. La rabia me asaltaba y comenzaba a temer un extraño complot de los teutones contra mí. ¡Ingratos! Mi pueblo siempre ha sido benevolente con ellos. Fuimos el país que más bochitos compró en la historia, y antes incluso estuvimos a punto de apoyarlos en su empresa de conquistar el mundo. Y aunque no fuera así, yo constantemente he profesado admiración a sus filósofos, hasta incluía en mi jerga yuppie la dialéctica y el nihilismo y la fenomenología. A tal grado llegaba la devoción hacia ellos, que me consideraba marxista para apantallar a los amigos de mi esposa. ¿Qué les costaba dejarse anotar? Muy osado deseo. Entonces ¿Qué les costaba dejar al ojete de mi jefe allá? Eso sí no era tan difícil: «Jürgen, te chingas: a regentear en Dusseldorf». Y listo: como lenitivo pudo haber ido cada fin de semana a mirar a las putas holandesas tras los aparadores. Pero no: «te vas a México: esclaviza a una bola de oficinistas perdedores, como sus once».
Durante el camino los noticieros se lamentaban como cada cuatro años la derrota: “la oportunidad de oro”, “jugamos como nunca, perdimos como siempre”, “la maldición de la Malinche”, “por poco” y estupideces del mismo estilo. Conforme avanzaba rumbo a la oficina mi mente se plagaba de todos y cada uno de los recuerdos que me evocaba Alemania: la extraña veneración que le guardaba mi abuelo al tercer Reich —extrañísimo, pues pese a todo, somos descendientes de judíos—, la melancolía que me provocaba el hipócrita Ich bin ein Berliner de Kennedy en la puerta de Brandemburgo, Roger Waters haciendo uno de los más memorables conciertos en la línea divisoria; las estampas Wim-Wenderianas y sus ángeles dando el rol por Berlín, las gordas semi-encueradas con piel transparente, tomando el sol de verano en el Teufelsberg que aparecen en la postal que me enviaron desde allá, en fin; hasta las lágrimas que me produjo escuchar por primera vez a Wagner: nada. Ni aquellas bellas reminiscencias disminuían mi determinación: si Jürgen intentara en lo más mínimo humillarme por el penal, lo madreaba.
Por más que buscaba una razón lógica para mi sosiego, no lograba entender cómo era posible que esa caterva de fracasados nos representara en semejante justa. Mi sangre hervía con sólo pronunciar alguno de sus apellidos. Pero más que ninguno el del imbécil que falló aquel penalti que nos pudo haber dado la victoria: Blanco. Maldito sea. Y doblemente maldito por llevar apellido de mi madre. Mi jefe terminaría con la poca dignidad que conserva aún Ramírez y de inmediato hundirá sus colmillos en mi yugular. Y no lo culpo. Nos lo merecemos, ¿nos lo merecemos? De ningún modo: Ramírez lo merece, Martínez lo merece, Pardo lo merece, incluso el pinche gringo del Duncan lo merece. Yo, ni madres: siempre he detestado el fútbol.
Llegaba al estacionamiento de la empresa y como si la conjura germana marchara puntualmente el bochito se apaga por propia cuenta metros antes de llegar a mi cajón. Mientras lo empujo, la furia transpira por mis poros. Necesitaba un auto nuevo. Probablemente sería mala idea perder el empleo, aunque no dejaría de ser atractivo golpear al anciano. Empujaba resollando como puerco hasta que me topé con una visión. La oportunidad de oro: el BMW de Jürgen justo frente a mi bocho averiado. A solo tres o cuatro metros, usurpando mi cajón. Tomé un respiro profundo y empujé con todas mis fuerzas. El resto era tarea de la cinemática: la parrilla y un faro quedaron hechos añicos. Estúpido: el muy cándido no usaba alarma, como si esto fuera Alemania y no las nalgas del mundo. Y el vigilante no apareció a pesar de lo atronador del golpe. De cualquier modo el trabajo estaba hecho. De inmediato acomodé mi auto en el cajón contiguo. Debo confesar que pese al daño que había hecho al auto los demonios me asaltaban. Las manos de Kahn con el balón, el rostro descompuesto y sin cuello de Blanco, gimoteando; la mirada atónita de varios miles de aficionados en el estadio, las maldiciones proferidas por millones de desvelados ante el televisor. Todas esas imágenes seguían rondando mi memoria, no podía evitarlo. No lo pensé dos veces y me dirigí con el bate que guardaba bajo el asiento y saldé la derrota: calaveras traseras, el faro restante, un cristal. Al final tomé mis llaves y aticé un rayón a lo largo del gris del cofre y puertas del copiloto y pasajero. Por la honra.
Llegué a la oficina y él se encontraba al fondo, en su oficina. Desde ahí lograba ver todos los cubículos a su cargo. En el aire se podía percibir la sensación de inferioridad; al menos yo así lo percibía entonces, además de que mi cuerpo comenzaba a sudar frío. Me sentía en una cantina, un domingo por la noche. Ramírez, Pardo, Martínez, y hasta Duncan se miraban muy lozanos. ¿Cabía la posibilidad de la piedad del jefe? Qué más daba: tenía muy claro qué hacer en cualquier contingencia. Yo, por lo pronto, caminaba. Hasta que sonriente salió Jürgen de su oficina, directo al abordaje.
—Hey, Javier: gut gespielt —me dijo afable
—Gracias, bien ganado para ustedes —le sonreí hipócritamente. Pensaba para mis adentros: ¡Chinga a tu madre!
Por si fuera poco, el auto no encendía y ya era lo bastante tarde como para buscar la avería. Descargué toda mi cólera contra el volante del bocho: qué ironía. La rabia me asaltaba y comenzaba a temer un extraño complot de los teutones contra mí. ¡Ingratos! Mi pueblo siempre ha sido benevolente con ellos. Fuimos el país que más bochitos compró en la historia, y antes incluso estuvimos a punto de apoyarlos en su empresa de conquistar el mundo. Y aunque no fuera así, yo constantemente he profesado admiración a sus filósofos, hasta incluía en mi jerga yuppie la dialéctica y el nihilismo y la fenomenología. A tal grado llegaba la devoción hacia ellos, que me consideraba marxista para apantallar a los amigos de mi esposa. ¿Qué les costaba dejarse anotar? Muy osado deseo. Entonces ¿Qué les costaba dejar al ojete de mi jefe allá? Eso sí no era tan difícil: «Jürgen, te chingas: a regentear en Dusseldorf». Y listo: como lenitivo pudo haber ido cada fin de semana a mirar a las putas holandesas tras los aparadores. Pero no: «te vas a México: esclaviza a una bola de oficinistas perdedores, como sus once».
Durante el camino los noticieros se lamentaban como cada cuatro años la derrota: “la oportunidad de oro”, “jugamos como nunca, perdimos como siempre”, “la maldición de la Malinche”, “por poco” y estupideces del mismo estilo. Conforme avanzaba rumbo a la oficina mi mente se plagaba de todos y cada uno de los recuerdos que me evocaba Alemania: la extraña veneración que le guardaba mi abuelo al tercer Reich —extrañísimo, pues pese a todo, somos descendientes de judíos—, la melancolía que me provocaba el hipócrita Ich bin ein Berliner de Kennedy en la puerta de Brandemburgo, Roger Waters haciendo uno de los más memorables conciertos en la línea divisoria; las estampas Wim-Wenderianas y sus ángeles dando el rol por Berlín, las gordas semi-encueradas con piel transparente, tomando el sol de verano en el Teufelsberg que aparecen en la postal que me enviaron desde allá, en fin; hasta las lágrimas que me produjo escuchar por primera vez a Wagner: nada. Ni aquellas bellas reminiscencias disminuían mi determinación: si Jürgen intentara en lo más mínimo humillarme por el penal, lo madreaba.
Por más que buscaba una razón lógica para mi sosiego, no lograba entender cómo era posible que esa caterva de fracasados nos representara en semejante justa. Mi sangre hervía con sólo pronunciar alguno de sus apellidos. Pero más que ninguno el del imbécil que falló aquel penalti que nos pudo haber dado la victoria: Blanco. Maldito sea. Y doblemente maldito por llevar apellido de mi madre. Mi jefe terminaría con la poca dignidad que conserva aún Ramírez y de inmediato hundirá sus colmillos en mi yugular. Y no lo culpo. Nos lo merecemos, ¿nos lo merecemos? De ningún modo: Ramírez lo merece, Martínez lo merece, Pardo lo merece, incluso el pinche gringo del Duncan lo merece. Yo, ni madres: siempre he detestado el fútbol.
Llegaba al estacionamiento de la empresa y como si la conjura germana marchara puntualmente el bochito se apaga por propia cuenta metros antes de llegar a mi cajón. Mientras lo empujo, la furia transpira por mis poros. Necesitaba un auto nuevo. Probablemente sería mala idea perder el empleo, aunque no dejaría de ser atractivo golpear al anciano. Empujaba resollando como puerco hasta que me topé con una visión. La oportunidad de oro: el BMW de Jürgen justo frente a mi bocho averiado. A solo tres o cuatro metros, usurpando mi cajón. Tomé un respiro profundo y empujé con todas mis fuerzas. El resto era tarea de la cinemática: la parrilla y un faro quedaron hechos añicos. Estúpido: el muy cándido no usaba alarma, como si esto fuera Alemania y no las nalgas del mundo. Y el vigilante no apareció a pesar de lo atronador del golpe. De cualquier modo el trabajo estaba hecho. De inmediato acomodé mi auto en el cajón contiguo. Debo confesar que pese al daño que había hecho al auto los demonios me asaltaban. Las manos de Kahn con el balón, el rostro descompuesto y sin cuello de Blanco, gimoteando; la mirada atónita de varios miles de aficionados en el estadio, las maldiciones proferidas por millones de desvelados ante el televisor. Todas esas imágenes seguían rondando mi memoria, no podía evitarlo. No lo pensé dos veces y me dirigí con el bate que guardaba bajo el asiento y saldé la derrota: calaveras traseras, el faro restante, un cristal. Al final tomé mis llaves y aticé un rayón a lo largo del gris del cofre y puertas del copiloto y pasajero. Por la honra.
Llegué a la oficina y él se encontraba al fondo, en su oficina. Desde ahí lograba ver todos los cubículos a su cargo. En el aire se podía percibir la sensación de inferioridad; al menos yo así lo percibía entonces, además de que mi cuerpo comenzaba a sudar frío. Me sentía en una cantina, un domingo por la noche. Ramírez, Pardo, Martínez, y hasta Duncan se miraban muy lozanos. ¿Cabía la posibilidad de la piedad del jefe? Qué más daba: tenía muy claro qué hacer en cualquier contingencia. Yo, por lo pronto, caminaba. Hasta que sonriente salió Jürgen de su oficina, directo al abordaje.
—Hey, Javier: gut gespielt —me dijo afable
—Gracias, bien ganado para ustedes —le sonreí hipócritamente. Pensaba para mis adentros: ¡Chinga a tu madre!
® 2006. Said Javier Estrella
0 comentarios:
Publicar un comentario